Días pasados, en ocasión de la presentación del libro Yo qué sé (#YQS), la educación en la encrucijada, fui abordado al finalizar la ponencia con preguntas de todo tipo. Cuando parecía que todo había quedado claramente explicado, respondido y fundamentado con evidencias, me solicitaron que profundice con mayor detalle a qué hacía referencia al hablar de innovación en educación. A pesar de que el libro dedica un capítulo entero al asunto (Razones para innovar, capítulo 3), y de que durante mis 100 minutos de ponencia había tocado el tema de una manera directa en reiteradas oportunidades, más precisiones eran requeridas. Este pedido adicional de asistencia me quedó dando vueltas en la cabeza una vez finalizada la actividad. ¿Por qué nos paralizamos ante la discusión de la innovación en educación? ¿La resistimos, le tememos, la creemos innecesaria, la miramos con desconfianza o escepticismo, no llegamos a comprenderla, la sentimos abstracta y lejana a nuestra tarea cotidiana?
Si bien no llego a comprender con precisión el porqué de esta tensa relación entre educación e innovación, sí reconozco que los datos fríos de la encuesta de Gallup, presentados en Qatar en noviembre pasado, indican que Latinoamérica es la región del mundo que menos innova en educación. Es por ello que aquí me propongo brindar algunas recomendaciones prácticas con el ánimo de suavizar esa tensión, favoreciendo una mirada más amigable del tema con el único propósito de que la innovación es sus innumerables materializaciones cobre un mayor dinamismo entre nuestras prácticas e instituciones educativas.
Me permito hacer una aclaración antes, para intentar hincar el cuchillo de una manera conceptualmente precisa. Si bien la creatividad y la innovación son términos que suelen aparecen juntos, en el Cambridge Handbook of Thinking and Reasoning (2005) encontramos un capítulo especialmente dedicado a la creatividad, pero ninguno que trate el tema de la innovación.
La creatividad es definida en este manual por autores de gran talla (Sternberg, Kaufman y otros) como la habilidad para producir trabajo novedoso (original, inesperado), apropiado y de elevada calidad, que no puede ser juzgado con independencia del campo y contexto temporal en que actúa la persona. El mismo Sternberg en su trabajo Investment theory of creativity (1991, 1995) establece una fuerte correlación entre creatividad y seis elementos diferentes pero interconectados: capacidad intelectual, conocimiento, estilos de pensamiento, personalidad, motivación y entorno o ambiente. De esta manera, concluye, la creatividad se aloja en la mente de las personas y no en otro lugar. La producción de trabajo novedoso suele valerse de instrumentos (planes de estudio) de agentes sociales (escuelas o universidades) para ver la luz y llegar a un público específico (educandos), pero siempre se inicia en la mente del individuo. En consecuencia, son los individuos y no los sistemas ni las instituciones los verdaderos reservorios de creatividad.
Al hablar de innovación, el corrimiento hacia el terreno visible, práctico, tangible y funcional del mundo de las organizaciones es mucho más evidente. Si la creatividad es una suerte de aptitud cognitiva o neurológica conducente a resolver problemas a partir de formulaciones mentales no convencionales o no exploradas aún, que se aloja en la mente de las personas, la innovación se presenta como la materialización de esa forma de pensamiento, una suerte de su expresión visible o validación práctica de
una parte de ese pensamiento creativo. La persona creativa es la chispa que puede volver innovadora a una institución, y no al revés. En ese sentido opera la secuencia, y en ese sentido merece que la abordemos. Se necesitan mentes creativas que redunden en instituciones innovadoras.
Si la innovación demanda mentes en capacidad de producir trabajo original, inesperado, apropiado y de elevada calidad, que no puede ser juzgado con independencia del campo y contexto temporal de actuación, la pregunta resulta obvia: ¿cómo favorezco esas formas de pensamiento creativo? Aquí algunas ideas.
1. Mirar desde afuera: el primer consejo es tomar distancia y mirar la agenda propia de trabajo y la rutina diaria con los ojos de un observador externo y no como el protagonismo de un proceso de auditoría. La adopción de esta mirada externa pone más a resguardo al propio protagonista, y le facilita abrir la mente a una observación más amplia y honesta, reduciendo el temor que conlleva estar evaluando la propia supervivencia del trabajo de uno. El caudal de información capturado a partir de este abordaje metodológico aumenta, permitiendo realizar un cuadro de situación más preciso y certero.
2. De-construir: la educación es una práctica en donde intervienen múltiples disciplinas y áreas, así que evaluarla como si fuese un paquete cerrado o una gran caja negra es un grave error. Al igual que con el motor de un auto, para encontrar problemas de diseño, implementación o rendimiento en un formato educativo específico, es mandatorio desarmar la situación, descomponiéndola en todas las piezas (pedagogía, didáctica, diseño curricular, diseño espacial, contenido, enlaces metodológicos, balance teoría-práctica, diseños de sistema de medición de aprendizajes, formación y rol del docente, pares y entorno social, herencia y contexto cultural, etc.). Solo la cuidadosa separación de todas las piezas permitirá probar implementaciones innovadoras de una manera medida, observable y conducente hacia la mejora y renovación de la práctica.
3. Tomar riesgo: La aversión al riesgo es uno de los grandes talones de Aquiles de los profesionales de la educación. El legado y la práctica institucionalizada durante décadas y generaciones, ejercen una influencia tan grande, que la mayoría de las veces se opta por seguir reproduciendo esquemas que no producen aprendizajes significativos ni dan cuenta de los grandes desafíos de la educación, en vez de probar algo nuevo. Apartarse de la zona de confort y tomar el riesgo de implementar abordajes diferentes, habilita el ingreso hacia un terreno novedoso de evidencias e información. Una vez en este territorio, todo se vuelve más natural, desde continuar probando nuevos abordajes alternativos, hasta naturalizar la idea de discutir más sobre evidencias que sobre posturas dogmáticas abstractas.
4. Nueva alianza: Es importante encontrar los nuevos socios de aventura. La innovación como materialización de un pensamiento creativo colectivo, requiere el armado de nuevas sociedades y alianzas. A veces será un maestro de otra disciplina de la misma institución, otras veces un consultor externo, o un grupo de estudiantes atraído ante la posibilidad de experimentar en primera persona, o un nuevo empresario devenido educador con la libertad de probar formatos innovadores sin sentir el peso de la herencia. Las posibilidades son infinitas, y para encontrarlas seguramente será necesario atreverse a mirar con ojos renovados a otros actores del sistema.
5. Ciencia del aprendizaje: Finalmente, dar vuelta la página y concebir al educador como un científico del aprendizaje más que como un técnico de la enseñanza. Este giro de 180° fuerza una nueva concepción de la tarea de cualquier docente y maestro, y obliga a sumergirnos en los rincones del cerebro de los que la neurociencia ya habla con claridad, en las renovadas teorías del aprendizaje y en las bondades del aprendizaje activo. Los más de 100 hábitos de pensamiento a los que hacer referencia el trabajo científico de Kosslyn debería ser una guía obligada para el trabajo de cualquier profesional de la educación.
Innovar en educación es la materia pendiente más acuciante que tiene Latinoamérica. Proveer una guía práctica para amigarse con sus posibilidades es un paso necesario para avanzar en el único camino posible a esta altura de los hechos: el camino de la completa renovación de nuestras prácticas e ideas. Por lo tanto, ¡avancemos!
Por Juan Maria Segura para Cengage Learning Latinoamérica
Diciembre, 2015