En 1871 Chicago era una ciudad pujante, fabril y activa que crecía en comercio y desarrollo urbano a la par que aumentaba su infraestructura y construcciones sobre la base de la madera: casas, ventanas, muebles, edificios públicos, veredas y calles, todo estaba hecho o recubierto de ese material noble, moderno, maleable, funcional y combustible.
La historia cuenta que pocos minutos después de las 9 de la noche del 8 de octubre de 1871 comenzó a arder un establo ubicado en el 137 de la calle Dekoven. No se sabe muy bien si fue consecuencia de la patada de una vaca o de una tribulada partida clandestina de cartas, lo cierto es que una lámpara de querosene dio inicio a lo que sería una de las mayores catástrofes de la historia de los Estados Unidos. Bomberos y pobladores lucharon contra el fuego durante 2 interminables días en un combate desigual, con el viento como mejor aliado de las llamas, colaborando a pasar el fuego de edificio en edificio. Hoteles, edificios federales, departamentos, el edificio de la Corte, y muchísimas otras construcciones de todo tipo fueron devoradas por las llamas, y terminaron cayendo doblegadas. Para el 10 de octubre, el fuego había destruido más de 6 kilómetros cuadrados de la ciudad, se había llevado casi 300 vidas y dejado sin casa a unas 100 mil personas. Con más de 17 mil edificios destruidos y daños totales estimados en 200 millones de dólares de la época, el panorama era desolador.
Viví y estudié en Chicago entre los años 2003 y 2005, y pude apreciar a la que hoy es considerada como una de las mejores ciudades para vivir de los Estados Unidos. Diseño urbano admirable, arquitectura sofisticada, rascacielos de avanzada, transporte público confortable y espacios públicos impecables. Arte, música, cine, educación, gastronomía y turismo alimentan la reputación de una ciudad que del incendio del 71 solo preserva en su bandera una de las 4 estrellas en su memoria.
¿Qué ocurrió, además de Alphonse Al Capone y Michael Air Jordan, entre esa historia trágica que no dejó nada en pie y esta ciudad que hoy todos admiran y muchos visitan? Ocurrió el fuego en su sentido más bíblico y transformador. Ocurrió lo que nunca deseamos que ocurra, pero consumada la tragedia, clarifica el único camino posible: la reconstrucción sin condicionamientos. El fuego de Chicago brindó a jóvenes arquitectos la posibilidad de diseñar una ciudad nueva fundada en la decisión de quienes lo habían perdido todo y ahora querían construir edificios más grandes, seguros y modernos.
La tragedia mutó rápidamente hacia una necesidad concreta y simultánea, y esta se transformó en el motor que hizo florecer la creatividad. Surgieron así las nuevas ideas y conceptos que permitieron a Chicago convertirse no solo en el lugar de trabajo más atractivo para los mejores estudios de arquitectos del mundo, sino en un ícono mundial de la arquitectura moderna.
Cuando hablamos del estado actual de la educación en el mundo, y de la necesidad de que se reinvente, revolucione sus prácticas y resignifique sus mandatos, en algún punto estamos afirmando que lenguas de fuego están pasando por escuelas, universidad y aulas de todo tipo, poniendo de rodillas al sistema. El fuego que atacó al sistema educativo, llamado internet, no quema ni mata pero destruye el ordenamiento previo, sin permitir reconstruir sobre los mismos fundamentos. El viento de Chicago, aliado del fuego, en este caso toma la forma de la banda ancha, la conectividad satelital y los sistemas de redes inalámbricas. Cuanto más fuerte el viento y más potente la conectividad, más imparables, más inútil se hace combatirlos. Solo resta esperar que fuego y viento consuman la madera, y convocar a los jóvenes pedagogos para pensar un sistema nuevo.
Cuanto más pienso en el fuego de Chicago, más veo a mis colegas, padres, funcionarios públicos y profesionales de la educación jugando a las cartas en esos establos invadidos por el humo y el fuego. ¿Acaso no sienten el calor del poder destructivo de las llamas? ¿O será que lo ven y lo niegan?
El fuego de Chicago, al igual que el fuego en los bosques o en las fábricas, abrió la posibilidad del cambio y generó nuevas formas. Las seis puntas de la estrella de la bandera de la ciudad que recuerda este hecho histórico, hacen referencia a las virtudes de la religión, la educación, la estética, la justicia, la beneficencia y el orgullo civil, todos aprendizajes grabados a fuego en los pobladores locales a partir de esta situación. Quienes perdieron todo, dieron a ese fuego un sabio carácter regenerativo y transformador, y lo convirtieron en el impulso que cambió para siempre (¡y para mejor!) la fisionomía de la ciudad.
Desearía que esta sea la principal enseñanza que esta tragedia nos deja para quienes actuamos en educación: ¡estamos en llamas! Los chicos aprenden poco, y lo que aprenden es disfuncional para lo que la vida adulta y el mundo de las organizaciones necesitan. No hay presupuesto, normativa o régimen de promoción que permita salvar a un sistema dañado en sus fundamentos y cimientos. Y mientras más lo neguemos, más tiempo tomará la reconstrucción y más chicos completarán su paso por el sistema con aprendizajes pobres y competencias disfuncionales.
Aceptemos que perdimos todo, que el fuego, el viento y la madera se hicieron otro banquete histórico en nuestras aulas y sistema fabril de educación, y avoquemos lo mejor de nosotros a inventar el nuevo sistema.
Por Juan María Segura